“Su propio camino lo llevó a la cruz porque el propio camino de la humanidad conduce a la cruz. Mi camino lleva también a la cruz, pero no a la de Cristo, sino a la mía, que es imagen del sacrificio y de la vida” Carl Jung en el Libro Rojo
Para Jung, el individuo se encuentra llamado a lo largo de la vida a desplegar su mayor potencial singular, su naturaleza más íntima y auténtica.
La cruz es una de las representaciones de la totalidad e integralidad a la que estamos convocados. Puede ser vista en este sentido como la imagen de un mandala cuaternario.
La señal de la cruz que se realiza con las manos puede sugerir la invocación de nuestro centro, del factor interno que promueve el orden y la armonía, denominado en la psicología analítica como el Sí Mismo o Self
La cruz representa también aquello que ineludiblemente tenemos que cargar, asumir, y enfrentar a lo largo de la vida.
Desde la perspectiva de la psicología analítica, existe una particular ecuación de aspectos que nos condicionan y conforman el camino singular que necesitamos recorrer como parte del proceso de desarrollo y maduración de la personalidad. Esta particular configuración es como una semilla que habita en nuestra psique y que experimentamos subjetivamente como un deseo, como un anhelo de realización.
Estamos condicionados por factores genéticos, por la personalidad de las figuras parentales, por el lugar que ocupamos en el sistema familiar, por la manera como somos vistos, por el contexto socio económico en que nos desenvolvemos.
Para la psicología junguiana nos encontramos mediatizados también bajo el influjo de un particular reparto de factores arquetípicos, de pulsiones primordiales, que como una especie de dioses internos, exigen su participación en nuestra vida.
Para Jung, aprender a conocernos y enfrentar los conflictos que nos habitan, es una cruz que en muchas ocasiones preferimos evitar.
Aquello que hemos rechazado, evitado y ocultado, todo aquello que procuramos no ser, se configura como un otro yo, sombrío e inconsciente, que sin que nos percatamos, sigue actuando a manera de duendes traviesos que nos perturban y llaman nuestra atención.
Cada quien posee una carga particular de temas, heridas, potenciales no vividos, que como materias pendientes se le cruzan una y otra vez en el camino. Ese otro lado oculto también somos nosotros y pide realización. A cada uno nos corresponde cargar con la propia cruz, no es posible delegar este peso sobre nadie. Nadie nos puede sustituir en el momento de nuestra muerte y nadie puede vivir tampoco nuestra vida en nuestro lugar.
La aceptación y el reconocimiento de aquello que hemos rechazado, implica asumir y transitar por el conflicto interno, por la tensión de las polaridades que nos habitan. Tensión que es necesario soportar en la medida que es de donde emerge la energía de la transformación y el desarrollo de la personalidad.
La crucifixión de Cristo entre dos ladrones alude simbólicamente al estado de desgarramiento entre las polaridades que nos constituyen. Representa el estado de suspensión entre lo que tiende hacia arriba o hacia abajo, hacia la luz o la oscuridad, hacia lo femenino o lo masculino, entre el sentido y el contrasentido, entre lo verdadero o lo falso.
Jung relaciona la cruz con los palos que frotaban los antiguos para la producción del fuego. Fuego que asociaron con iluminación, cuidado, con la capacidad de crear herramientas.
La cruz es entonces símbolo de la energía, de la luz, de la consciencia y creatividad que emerge de la tensión de las polaridades. Esta tensión la experimentamos subjetivamente como emociones, como el fuego interior que nos conmociona, nos incomoda, y que posibilita el refinamiento, la transformación, el hacer alma, el desarrollar consciencia.
Una de las maneras en que nos percatamos de lo sombrío es a través de la relaciones, de los vínculos afectivos. A través del mecanismo de la proyección, los otros nos sirven de espejo de aquello que no reconocemos en nuestro interior.
Para la psicología junguiana no es posible desarrollar nuestra individualidad sino a través de la relación con los otros. La iluminación, el desarrollo de la consciencia, no se presenta de manera solitaria, en la cima del Monte Everest, sino en la plaza mercado, en el lugar donde nos cruzamos con otros, donde se producen los intercambios, las confrontaciones, las negociaciones, las colaboraciones, incluso los robos. Es allí donde se sucede la transformación, donde se lleva a cabo la danza de las polaridades internas que rompen el velo de las fantasías ingenuas e infantiles.
Los otros nos frustran, nos ponen límites, nos exigen y permiten ser conscientes de nuestras proyecciones y superar nuestro egocentrismo. Los demás, como realidades independientes con los que estamos inevitablemente convocados a relacionarnos, son una cruz que nos conflictúa, nos aporta luz y crecimiento para nuestras vidas. Los patrones repetitivos en las relaciones pueden ser la manifestación de conflictos o heridas que estamos en proceso de sanar y conscientizar de manera paulatina.
La cruz alude también al sacrificio de las creencias, referentes y puntos de vista que nos soportaron en una etapa de nuestra vida y que por resultar agotados e insuficientes es necesario abandonar.
Para continuar con nuestro proceso de maduración y complejización necesitamos sacrificar la dependencia y seguridad de aquello que nos ha funcionado de madre. Necesitamos quitarnos los ropajes con los que nos hemos identificado y se convirtieron en nuestro soporte. Lo que en un momento fue fuente de satisfacción y cuidado, se convierte en algo que nos expulsa a través de la insatisfacción o el hastío.
El desplazamiento desgarrador del ego caduco, posibilita el advenimiento de lo nuevo, de un orden con mayor grado de complejidad e integralidad que el anterior. El confrontarnos con la sombra implica salir de la cueva, del refugio de las seguridades y creencias limitantes, sobrepasando miedos y soportando la incertidumbre de lo no definido.
La cruz hace referencia a que para que se lleve a cabo el renacimiento, la renovación, la actualización de la personalidad, es necesario transitar y exponernos a la impotencia y la derrota del ego, a su muerte simbólica. Es ineludible atravesar la experiencia de orfandad, de traición, de abandono, de pérdida de sentido. La cruz alude al madero, al árbol del que surge la vida; que es a la vez útero, cuna y tumba.
Lo inconsciente colectivo opera en todos los individuos, de tal manera que nuestros dramas individuales y la manera cómo los afrontamos pueden ser vistos a su vez, como nuestro sacrificio, como nuestra contribución para el desarrollo de la consciencia colectiva. Si queremos un cambio en el mundo no podemos delegar nuestra cruz en los otros, tenemos que empezar procurando realizar esos cambios en nuestra propia vida.
Daniel Ulloa Quevedo
Psicólogo Clínico – Psicoterapeuta Junguiano
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Referencias Bibliográficas
Edinger, E. (1960). The Ego-Self Paradox. Journal of Analytical Psychology, Vol. 5, pp. 3-18
JUNG, C. G. (1990). Las relaciones entre el Yo y el Inconsciente. Barcelona: Editorial Paidós.
JUNG, C. G. (1991). Arquetipos e Inconsciente Colectivo. Barcelona: Editorial Paidós
JUNG, C.. G(1998). Símbolos de transformación. Barcelona Paidós.
JUNG, C. G. (1993). La psicología de la transferencia. Barcelona, Planeta-Agostini.
JUNG, C. G. (2011). Aion contribuciones al simbolismo del sí-mismo. Madrid, Trotta.
NEUMANN, E (2015). Los orígenes e historia de la conciencia. Traducción Juan Brambilla Vega. Editorial Traducciones Junguianas. ISBN 9786124745317.
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Autor: Edward F. Edinger
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