Desde la psicología profunda, especialmente en la obra de C. G. Jung y Erich Neumann, el misterio de lo femenino no se limita a lo biológico ni a lo cultural, sino que opera como arquetipo: una matriz psíquica universal que organiza nuestras imágenes internas de creación, protección, destrucción y regeneración. La madre como símbolo —antes que la madre literal— es la primera realidad psíquica que conoce el ser humano. Es origen, sostén, pero también límite: la que da y la que retira.
En ese sentido, el arquetipo de la Madre se manifiesta no solamente en figuras luminosas, fértiles y nutridoras, sino también en figuras oscuras, terribles, inevitables. La fantasía infantil de una madre únicamente benéfica es imposible; en una visión psíquica madura, la madre es totalidad: la cuna y la tumba, la vida y la muerte, la bendición y la prueba iniciática.
La Madre luminosa y la Madre oscura como unidad arquetipal.
El mito antiguo lo expresaba sin dividirlo:
• Isis llora a Osiris y lo reconstruye, pero también pide su retorno al inframundo.
• Coatlicue pare a Huitzilopochtli, pero su falda de serpientes nos recuerda que la vida se abre paso entre la carne y la muerte.
• Deméter es espiga, pero cuando pierde a Perséfone desata la muerte sobre el mundo; solo equilibrando ambas fuerzas la fertilidad regresa.
No se trataba de dos diosas distintas, sino de un mismo principio con múltiples rostros. La vida era sagrada porque era efímera; la muerte era sagrada porque garantizaba el regreso y la renovación.
La psicología profunda identifica esta totalidad como el arquetipo de la Gran Madre, a la vez Madre Vida y Madre Muerte. En palabras de Erich Neumann, “en ella se originan todas las formas y en ella todas las formas se disuelven”. La tierra negra —negra porque guarda cuerpos, negra porque nutre semillas— es la metáfora universal de este misterio.
La Virgen María y la Madre Dolorosa dentro del linaje arquetipal.
La tradición cristiana —a pesar de su teología de distinciones— conserva simbólicamente este arquetipo en la figura de María. El dogma la presenta como Madre sin sexualidad y sin muerte; sin embargo, la experiencia religiosa popular revela algo mucho más profundo.
La Virgen Madre —lumínica, pura, dadora de vida— representa el aspecto nutricio del arquetipo. Es el consuelo, el manto protector, la madre que escucha el llanto del mundo. Su figura encarna la esperanza de continuidad, el amor incondicional que sostiene al ser humano frente a su fragilidad.
Pero ese mismo arquetipo renace con otro rostro en la Mater Dolorosa, la Madre de los Siete Dolores, la que presencia la tortura y muerte del hijo amado. Esta figura no es simplemente tristeza: es iniciación en el misterio de la pérdida, aceptación de la finitud, la madre que acompaña hasta el último aliento. En ese momento la madre no solo da vida: la madre es testigo y sacerdotisa de la muerte.
Si en la Virgen luminosa el niño nace en brazos de la vida, en la Madre Dolorosa el hijo muere en brazos de la muerte. Ambas son la misma.
La psique colectiva reconoce esto, aunque la doctrina no lo diga explícitamente: por eso millones de personas —aun fuera del cristianismo ortodoxo— buscan en María consuelo para la vida y consuelo para la muerte. A veces como Virgen; a veces como Dolorosa; y en lo profundo, como la Madre Total.
Misterio y arquetipo.
La negación cultural de la muerte como parte de la maternidad ha generado una ruptura interior. La madre idealizada —solo nutridora, complaciente, sacrificada— niega la realidad psíquica de la madre iniciática, que confronta, limita, separa, deja partir. En cambio, las tradiciones antiguas comprendieron que la vida no puede sostenerse sin destrucción y transformación.
Por eso —sin dogma y sin contradicción— en México las personas pueden encender una vela a la Virgen María para pedir protección y, simultáneamente, rezar a la Santa Muerte para pedir tránsito, justicia o cierre. No es incoherencia: es sabiduría arquetipal. El alma humana sabe que necesita ambas fuerzas.
La psicología profunda señala que la integración madura del arquetipo de la Madre ocurre cuando el individuo:
• Acepta que la vida incluye pérdida.
• Acepta que el amor implica desprendimiento.
• Acepta que la creación implica transformación y muerte.
Solo entonces la vida deja de ser ansiedad y la muerte deja de ser terror absoluto. Cuando reconocemos que la Madre luminosa y la Madre oscura son una misma puerta, el mundo deja de dividirse en “bueno” y “malo”, y se vuelve misterio.
Honrar a la Madre no significa idealizarla, sino reconocer la totalidad sagrada:
Ella nos dio un cuerpo para habitar la vida.
Ella nos dará una despedida para regresar al origen.
Ella nos sostiene mientras caminamos entre ambos misterios.
Es la misma mano que nos empujó hacia la experiencia,
la misma mano que algún día nos guiará hacia el descanso.
Cuna y tumba son el círculo completo.
La Vida y la Muerte no se oponen: son un abrazo sin final.
Y en el centro de ese abrazo, está Ella.
Christian Ortíz
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